
Durante muchos años, la preparación del Belén una semana antes de la Navidad fue para mí algo muy esperado y deseado.
Cumplo años unos días antes de que la Navidad y para esa fecha, el belén debía estar completamente montado. Era para mi una dulce espera con estrecha relación entre las dos fechas: Llegaba mi cumpleaños y mi empeño era tener montado el Belén para ese día. Para hacerlo había que subir al monte a recoger el musgo y bonitas piedras, teñir el serrín de verde, forrar las estrellas y la luna previamente recortadas en cartón; unos años las forrábamos en oro, otros en plata…, pegarlas a un papel de seda azul, que servia de firmamento…
Mi padre lo organizaba y realizaba prácticamente todo el trabajo, pero tenía la habilidad de hacerme creer que “mi Belén” lo montaba yo a mi gusto y con mi esfuerzo, y era él quien me ayudaba. Tardé muchos años en apreciar cuál era la verdadera posición de ambos.
Llegaba mi cumpleaños y «mi Belén» aumentaba con figuras, casas, animales, puentes, etc . Eran los regalos que más me gustaban. Las figuras eran de terracota, por dentro llevaban alambre; lo se, porque brazos y piernas se rompían con facilidad y dejaban al descubierto unos feos alambres que disimulábamos con el musgo. También la mayor parte de mis gallinas tenían las patas de alambre. Éstas, no estaban recubiertas de terracota, sino que tenían un base de metal pesado, seguramente plomo, y de ahí partían las patas de alambre que se perdían entre las supuestas plumas de terracota, o entre la pretendida lana, en el caso de los corderitos que también estaban presentes en «mi Belén».
Pero, con independencia de su significado, lo más bonito era el Portal, con el Nacimiento y el castillo de Herodes. A mis amigas les encantaba venir a mi casa y pasaban largo rato frente al belén, les atraía especialmente el suntuoso castillo de Herodes, recubierto de purpurina dorada, lleno de luces de colores y que, al igual que el Portal del Nacimiento, era obra de mi padre. El contraste entre el brillo del uno y la austeridad del otro lo sentíamos todas, a pesar de nuestra corta edad.
La habitación en la que se colocaba el Belén, la recuerdo como un enorme espacio (seguramente no era tan enorme dado que mi edad y estatura en aquella época harían sobredimensionar los espacios), que durante el año tenía diversas aplicaciones, dependiendo de la época en que nos encontrábamos. Concretamente en Navidad, se dividía la habitación, separando todo lo que había en ella habitualmente, del espacio dedicado al belén, por medio de unas cortinas muy rusticas. No me hagáis mucho caso, pero yo diría que las cortinas eran sacos teñidos de verde musgo—como el serrín— y si no lo eran, desde luego lo parecían.
Sin duda que era una labor digna de ser tenida en cuenta, realizar esta metamorfosis de la casa para dar realce al belén, amén de tantas manualidades hasta completar los montes, las cascadas, los ríos, estanques, pueblecitos, y sobre todo los corrales.
!Ah los corrales!. Recuerdo que mi padre cogía un tapón de garrafón, cuanto más grande mejor, y lo recubría con pajitas que pegaba una a una, hacía una escalera con palillos de los dientes y también le pegaba alguna pajita suelta, después, colocaba a las gallinas de forma estratégica en la escalera, y en la cima del tapón de garrafón, el número dependía del tamaño del corcho camuflado con pajitas, el resto en el corral que también había sido obra de la paciencia de mi padre.
Ha transcurrido más de medio siglo, hoy, en lugar del belén en la mayor parte de los hogares se montan unos espléndidos árboles navideños, y yo me dejo llevar por la inercia de esta moda que no es la tradicionalmente nuestra, pero no puedo prescindir de un Belén en mi casa.
Las figuras principales de «mi Belén» actual, llevan vestidos de tela sabiamente tratados, que les da un magnífico aspecto, compro el cielo estrellado, los corrales que venden son perfectos, los animales son pequeñas obras de arte. Pero… ni de lejos se puede comparar con aquel Belén que con tanta dedicación, ilusión y cariño preparaba mi padre para el día de mi cumpleaños, en vísperas de LA NAVIDAD.
Sin embargo, y a pesar de todo, MI BELÉN actual tiene una cualidad que le da un incalculable valor, es el Belén que me regaló mi padre por mi cumpleaños, en la última Navidad que pasó con toda su familia.

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