En Caralvalle, pueblo andaluz de mi invención, existía una hermosa montaña que describo en El Río Mágico:
La montaña, vista desde el valle donde estaba enclavado el pueblo, tenía laderas suaves y el camino estaba muy bien delimitado; daba la sensación de que circundaba a la montaña, como si se tratase de la línea más oscura de la cáscara de un caracol, y por esto, al monte se le conocía como “El caracol”.
En realidad, el camino serpenteaba dando la vuelta sobre la misma cara de la montaña una y otra vez, casi de forma paralela, pero el efecto óptico lo asemejaba más a la espiral de un caracol que a unas paralelas.
La pendiente era poco pronunciada en sus primeras vueltas; sus abundantes arbustos, de tonos ocres y verdes desvaídos, con ligeras pinceladas blancas o rosáceas, apenas perceptibles al mirar desde abajo, se mezclaban con frondosos árboles de un color esmeralda en claro contraste con los granates de los árboles del amor o ciruelos falsos que, de trecho en trecho surgían orgullosos; los espacios amplios, que cada cierta distancia se habían aprovechado para colocar bancos y mesas rusticas, y que le daban un aspecto vacacional, invitaban a disfrutarlo augurando un plácido descanso. Tanto para el cuerpo como para el espíritu.
El aire estaba impregnado del grato perfume que desprendían algunos de aquellos arbustos, como el tomillo, el romero, la retama y la manzanilla que, con sus tonos rosados y blancos los primeros, amarillo oro en la manzanilla, liliáceos, azules y blanquecinos en el tomillo y el romero, aportaban también un luminoso y alegre cromatismo al conjunto.
Para seguir leyendo;
Deja una respuesta