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Esta apreciación idílica de la montaña desde el valle, en el que habitaban veraneantes y lugareños en sólidas casas de piedra con tejados negros de pizarra, o en las distintas casas diseminadas en torno al pueblo, de una construcción más moderna, aunque menos robusta, no se correspondía con su aspecto si se miraba desde el lado opuesto, es decir, desde el bosque que se extendía del otro lado del pueblo y que era donde realmente nuestros protagonistas iban a vivir los momentos más intensos de su aventura.

En realidad, al atravesar una antigua muralla, que en tiempos remotos debió servir para proteger al pueblo, la fisonomía de la montaña cambiaba completamente.

Tras un corto recorrido de pendiente ligera se accedía a un bosque no muy espeso, que después de una travesía de unos veinte o treinta minutos a paso normal, servía de base a una montaña escarpada, con un primer tramo casi perpendicular al camino, como si hubiese sido cortado de forma muy irregular para evitar la tentación de acceder a su parte más alta.

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