Mi siguiente meta cuando acabé la carrera y después de colegiarme, fue el doctorado.
La mayoría de mis compañeras eran de la edad de mi hija mayor.
No estoy muy convencida de haber sabido transmitir hasta este momento la idea que me proponía al abrir este blog; la idea de que en nuestra vida no hay más límites que los que cada una se imponga. Yo no soy ejemplo de nada, pero si puedo dar fe de que la edad no es un impedimento en sí misma, solo es una situación que todos conseguimos engordar con el paso del tiempo.
A veces solo es una excusa para ocultar el miedo que nos produce ser una excepción dentro de un colectivo, o romper con lo que es habitual dentro de nuestra sociedad.
Pretendo animar a todas aquellas personas que han dejado de trabajar y/o disponen de tiempo libre, a que realicen cualquiera de las cosas que han deseado hacer y no han podido por falta de tiempo, o por vergüenza a no ser como el denominador común.
Todavía se puede hacer. ¿Por qué no? ¿Da vergüenza ser la persona mayor entre la gente joven? hay que olvidarse de eso y disfrutar de poder conseguirlo.
Seguro que existen cantidad de personas que han realizado innumerables funciones a una edad nada tradicional. Me encantaría que me respondieran y expresaran sus sensaciones, para animar a los o las indecisas. Los éxitos… y también los fracasos tras el intento. Porque el haberlo intentado ya tiene su mérito.
El primer día que traspasé las puertas de la Universidad de Zaragoza en calidad de doctorando lo hice feliz, llena de ilusión por iniciar un nuevo reto. Tres días a la semana tendría que acudir a varios cursos e ir acumulando los créditos imprescindibles para llegar a la lectura de la tesis.
Entré en el aula donde me iba a estrenar y no tardé en comprobar que, en efecto, en su mayoría se trataba de jóvenes que aquel mismo año habían terminado la carrera de Derecho. Con la excepción de dos que, según explicaron, habían terminado judicatura. Yo me sentí de maravilla. ¡No es cierto que la juventud no se pega! ¡Al menos al espíritu si se adhiere!
El catedrático entró muy serio y no recuerdo que perdiera su seriedad en todo el curso. Desconozco su edad, pero estaba más cerca de la mía que de las del resto de sus alumnas. Nos colocamos en torno a una mesa (seriamos unas doce) y nos fuimos presentando una a una. Cuando me llegó el turno, después de preguntarme sobre el título y la clase de tesis que pensaba desarrollar como a cada una de las anteriores, me hizo una pregunta que no le había hecho a ninguna otra.
¿Cómo es que se le ha ocurrido a usted realizar el doctorado? Yo no dudé: ha sido una vocación tardía –dije–. Mis ya compañeras, sonrieron comprensivas, incluso alguna fue más expresiva. Pero el catedrático no movió ni un músculo.
Tengo que confesar que aunque nunca pareció que contaba con sus simpatías, terminó poniendo un sobresaliente sobre el trabajo final que me correspondía presentarle.
Ningún otro catedrático, de los diferentes cursos que realicé a lo largo de los cuatro años preceptivos, me hizo ninguna pregunta parecida. Pero ese fue mi estreno. No me sentí mal, muy al contrario, estaba orgullosa de haber podido llegar… aunque tarde.
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